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El pesar de un futbolista anónimo

Él observaba con cierta nostalgia en la televisión que Leo Messi superó aquel 2012 al gran Pelé en número de goles anotados en un año. No podía evitar sentir lo que los portugueses llaman la «saudade» mientras leía que estuvo ese récord sin batir mucho tiempo. Lo cierto es que a lo largo de su carrera él marcó muchos más goles que estos dos astros juntos pero nunca dejó de ser un futbolista anónimo.

Nació una calurosa tarde de verano en el seno de una familia de carpinteros, pero él no siguió la tradición familiar. No le gustaba esa vida. Desde que tuvo uso de razón se dedicó por completo a darle patadas a un balón. Para él el fútbol no era una afición, era una forma de ser, una pasión.

Como era el mejor de todos los jugadores con los que se había enfrentado, decidió dedicarse al fútbol por completo. Todas las semanas disputaba varios partidos. A veces casi sin poder descansar, pero no le importaba porque además de ser su trabajo, le hacía sentirse útil en una sociedad que le miraba con desdén.

Con veinte años era ya el delantero titular, la estrella del equipo. Marcaba goles de todos los colores. Cualquier balón que le llegaba a los pies acababa en la portería contraria sin que los defensas rivales pudieran evitarlo. Siempre a un toque, o como mucho a dos. Él era lo que se llama en la profesión un hombre de área, sin grandes alardes ni cualidades técnicas, pero siempre estaba al acecho en el sitio y momento adecuado. En el mismo sitio, frente al portero contrario. Cara a cara.

Él era feliz porque veía gozar con su juego a todos los aficionados. Unos gritaban, otros se lamentaban, pero la mayoría celebraba con efusividad su efectividad de cara al marco contrario. No conocía su techo goleador. De hecho, terminaba partidos con cinco, seis o siete tantos. Pero no los contó nunca, porque para él los números y las estadísticas no tenían significado alguno.

Por desgracia un día sintió romperse durante un partido. A falta de pocos minutos para el final trató de rematar un centro y escuchó que su cuerpo no respondía, que se quebraba. Le sustituyeron por otro delantero, cambiaron pieza por pieza. A pesar de ser el jugador franquicia fue relegado al ostracismo más absoluto. No volvió a disputar un solo minuto más. Se sintió abandonado en un cajón como un juguete roto.

Aunque muchos cantaron y celebraron sus goles, muy pocos son los que le conocieron de verdad. No llegó a ser famoso pero siempre podrá decir que fue la pieza más laureada que ha dado nunca el futbolín.

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El partido contra Italia

Tengo que confesaros que soy muy malo recordando hechos pasados, pero aquella fecha y aquel lugar nunca se borraron de mi memoria. Estadio Foxboro de Boston. 9 de julio de 1994. Quédense con estos datos porque la historia de un país cambió en ese momento.

España se había clasificado para los cuartos de final del Mundial de Estados Unidos jugando bien y sin demasiados apuros. Comenzó la fase de grupos con un empate a dos ante la desconocida Corea del Sur. A falta de cinco minutos para el final del encuentro, el combinado nacional ganaba 2-0, pero los nervios propios del primer partido y el cansancio hicieron que los coreanos consiguieran igualar el resultado.

En el segundo partido esperaba la favorita del grupo, Alemania. Goicoetxea conseguía adelantar a los nuestros en el minuto 14 gracias a un centro-chut que se colaba dentro de la portería sin que pudiera hacer nada el guardameta germano Bodo Illgner, pero un gol de Jurgen Klinsmann ponía el 1-1 definitivo.

Ante la Bolivia dirigida por el español Xabier Azkargorta, España tenía que ganar para asegurarse la clasificación para octavos y lo hizo con solvencia. El 3-1 final da fe de ello.

El primer rival en los cruces era Suiza. Venía de ser segunda en el grupo A gracias a su empate ante los anfitriones y su abultada victoria por 1-4 ante la Rumanía liderada por el gran Gica Hagi. El partido ante los helvéticos fue más fácil de lo que a priori se pensaba. Al cuarto de hora la selección ya dominaba en el marcador con un gol de Fernando Hierro. Un tanto de Luis Enrique mediado el segundo tiempo y otro de penalti de Andoni Goicoetxea a falta de cuatro minutos para el final certificaban el triunfo español por 3-0.

Así llegó el ansiado día. Recuerdo que aquella mañana hacía mucho calor. Podrían rondar los 30º, pero la sensación térmica era mayor. No era precisamente la temperatura ideal para jugar al fútbol y, mucho menos, para luchar contra la todopoderosa Italia por un puesto en la semifinales. Era el momento. Por fin tenía que haber «vendetta».

Eran las 12:00 de la mañana (hora local) de 9 de julio de 1994. 53.400 almas abarrotaban las gradas del Foxboro Stadium de Boston. 40 millones de españoles ansiaban frente a sus televisores el comienzo del encuentro.

España era la encargada de realizar el saque inicial. Tres minutos después, Abelardo era amonestado con tarjeta amarilla por una dura entrada a Roberto Baggio. Empezamos mal.

Aunque dominaba la posesión del balón, la selección no se encontraba cómoda con el juego de los italianos, demasiadas interrupciones. En el minuto 25, Dino Baggio rompía el empate inicial con un zapatazo al borde del área que sorprendía a «Zubi». Llegaban los problemas para los españoles. Empezaba a repetirse la historia. Muy pocos equipos habían remontado un resultado adverso a los italianos en una eliminatoria mundialista. Se llegaba al descanso con un gol de desventaja.

En la segunda parte, los españoles comenzaron a desplegar su fútbol, ese que habían demostrado en anteriores partidos. Aumentaron la intensidad, lo que propició el tanto de Caminero en el 58′. Un gran gol que ponía las tablas en el marcador. Quedaba mucho tiempo por delante. España se veía superior, pero Italia siempre es Italia.

Llegó una jugada clave. Corría el minuto 83 de partido cuando un pase de Miguel Ángel Nadal a la espalda de la defensa rival deja a Julio Salinas solo ante el portero. El delantero vasco aguantó la salida de Pagliuca, esperó lo que pareció una eternidad a todos los que estábamos frente al televisor y chuto abajo. El guardameta le adivinó las intenciones y sacó aquel remate con el pie izquierdo. Era inexplicable aquel fallo. España perdía una ocasión de oro.

A falta de tres minutos para el final, el genial Roberto Baggio recogió un pase de su compañero Signori, dribló a Zubizarreta y disparó a puerta. Los italianos ya celebraban el gol. Iba a marcar, pero en el último momento apareció «El pitu» Abelardo para despejar «in extremis» aquel balón que se colaba dentro de la portería. Enmudeció el estadio. Un centímetro menos y la gloria se hubiera convertido en fracaso. La suerte estaba con España.

Con la prórroga a la vista, llegó la jugada del partido y quizá del mundial. Goicoetxea centró desde la derecha y cuando Luis Enrique se disponía a rematar Mauro Tassotti le golpea en la cara y le fractura la nariz. El árbitro húngaro pitó penalti. Era complicado de señalar por las circunstancias, pero al bueno de Sandor Puhl no le tembló la mano, o mejor dicho, el silbato.

Con toda la emoción del momento ya no recuerdo bien quién marcó ese penalti, ni me importa. Lo importante es que España estaba en semifinales y que le esperaba Bulgaria, un equipo que había hecho un buen papel en el mundial, pero que era inferior a la selección.

El rival en la gran final fue la Brasil de Romario, Bebeto, Dunga, Taffarel, Mauro Silva y Mazinho. Un equipo temible al que se le podía ganar si se disputaba todo el encuentro al 101% y se tenía además un poco fortuna.

España saldría campeona de aquel torneo. Miles de personas salieron a las calles a festejar un triunfo anhelado desde hacía mucho tiempo. Años atrás, el país había sufrido una fuerte crisis económica y necesitaba una alegría colectiva. Aquella selección pasaría a la historia de España por ser la primera y única en ganar el mundial de fútbol. Los Zubizarreta, Hierro, Nadal, Abelardo, Ferrer, Sergi, Alkorta, Caminero, Bakero, Goicoetxea, Luis Enrique y Julio Salinas serían recordados a lo largo de los años por ser los integrantes de la mejor selección española de todos los tiempos. Su estilo de juego sería elevado a los altares del fútbol. Todos los clubes querrían jugar como la España del 94.

Pero si hubo una persona en la que se centraron todos los halagos y alabanzas esa fue Javier Clemente. Ese mismo año sería nombrado marqués de Clemente por el Rey. Durante las temporadas siguientes le lloverían grandes ofertas y entrenaría a los mejores clubes del viejo continente cosechando numerosos títulos. Instauraría un modelo de juego en toda Europa. Acapararía todas las portadas de los grandes diarios deportivos del país. Las televisión emitirían continuamente imágenes suyas hasta la saciedad. Ya sin él en el banquillo, la selección española no volvería a ganar ningún gran torneo. Fracaso tras fracaso.

Hasta el día de hoy no he vuelto a ver como campeona a mi selección. Sigo pensando qué hubiera pasado si Roberto Baggio hubiera metido aquel gol y el árbitro húngaro no hubiera señalado el penalti. Aquel partido ante Italia cambió la historia. Creo que el fútbol, como la vida, es azar. Puro azar.

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Mi inseparable amiga

No me importa decirlo abiertamente: tengo una sola amiga, pero de las de verdad. Nunca me ha abandonado ni lo hará. Siempre ha estado ahí cuando más la he necesitado, tanto en los buenos como en los malos momentos. Más bien, jamás se ha separado de mí. Somos como dos almas gemelas.
La confianza que tengo en ella es inmensa. Sin decir ni una sola palabra ya sabe lo que quiero en cada instante. Podemos pasar juntos una eternidad sin cansarnos. Vamos al cine, leemos novelas, navegamos por Internet, vemos por televisión nuestros programas favoritos, es decir, hacemos prácticamente todo juntos. He vivido con ella más de lo que puedo vivir con el resto. Somos inseparables. 
Dicen que soy un chico raro, asocial, que no me relaciono con el resto. Y digo yo: “Si fuera así por qué hemos hecho tan buenas migas”. Ella nunca me ha echado en cara mi carácter, ni mucho menos. De hecho, le gusta que sea así. 
Lo único que le puedo reprochar es que si alguna vez he quedado con algún conocido ella nunca me ha acompañado. Además, en otras ocasiones, cuando me he parado a hablar con alguien es como si ella desapareciera, estuviera distante, y volviera al poco tiempo de irse la otra persona. Quizá sean celos.
No sé como agradecerle lo mucho que ha hecho por mí, por no fallarme. Espero que no me deje nunca. Gracias soledad, eterna compañera.

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El día “D”

No era una persona muy madrugadora, habitualmente me costaba bastante hacerlo, pero aquel día me levanté al amanecer. Quería tener la mente clara para poder pensar con tranquilidad. Necesitaba darme mi tiempo porque era una decisión muy importante. Tal era su importancia que posiblemente mi vida cambiara pronto.
La indecisión protagonizó las primeras horas de aquel día. Unas veces me decidía por el sí, otras por el no. No paraba de darle vueltas al asunto. Cada una de las opciones tenía sus pros y sus contras. “¿Por qué no hacemos más fácil la vida?”, me preguntaba a mí mismo. Siempre me había gustado complicarme las cosas.
Y así llegué a la hora de comer. Hasta las cinco en punto de la tarde no tenía que hacer acto de presencia. Pero posiblemente ya hubiera mucha gente esperando. Todavía tenía cierto margen para meditar.
Había quedado con un amigo para almorzar en el mismo sitio de siempre. Quizá me sacara de estas eternas dudas. “Manolito, lo mejor es que seas consecuente con el corazón y digas que no”, me decía mi compañero de batallas.
Tras un refrigerio lleno de nervios, llegó la hora de marcharse. Ya no quedaba nada. Al llegar, en la puerta se congregaba mucha gente que al verme me preguntaron por mi decisión. “Ya lo veréis”, les respondí con cierta ironía.
A las 18:22 de aquella tarde dijeron mi nombre, me levanté de mi asiento y cuando me disponía a responder escuché con una voz grave: “Quieto todo el mundo”. Era 23 de febrero y estaba en el Congreso de los Diputados. Me quedé sin votar en la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo. El resto ya lo conocéis…

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