Archivo mensual: octubre 2012

Aquella sociedad sin pensamiento

Es habitual escuchar, cuando hablamos de novelas, que tal obra es distópica. Pero empecemos por el principio, ¿qué es una distopía? Es un concepto que nace como contraposición al de «utopía», el cuál describe una sociedad ideal y perfecta que no existe. Por lo tanto, la distopía describe una sociedad negativa caracterizada por la manipulación y falta de libertad de los miembros que la integran.

No es necesario rebuscar mucho para encontrar ejemplos de novelas distópicas. Fahrenheit 451, del apocalíptico Ray Bradbury, es uno de ellos. El título de la obra hace referencia a los grados fahrenheit (no confundir con el grado Celsius o centígrado que es el que se utiliza en España) necesarios para que se inflame y arda el papel. El autor ya nos da una pista de lo que sucede en la historia a lo largo de las páginas.

El escritor estadounidense imaginó en 1953 un futuro incierto no muy lejano, donde los bomberos no trabajan para sofocar incendios, sino para provocarlos. El protagonista Guy Montag pertenece a una de las brigadas encargadas de detectar la existencia de libros para su posterior destrucción. Su vida cambia cuando un día conoce a la joven Clarisse. Su tranquila existencia empieza a tambalearse.

La obsesión del Gobierno por destruir cualquier tipo de material escrito tiene como único fin evitar que las personas lean, porque al leer esas personas piensan y si piensan, se corre el riesgo de que empiecen a cuestionar los diferentes estamentos del poder.

Nos encontramos inmersos en un mundo totalitario en el que los libros están prohibidos y pensar es un crimen. Sin pensamiento los miembros de la sociedad se convierten en seres ignorantes cuya máxima aspiración es ver la televisión, hablar con familiares sobre temas triviales y conducir por la ciudad a gran velocidad. Aquel que no acepte esa vida será eliminado.

Fahrenheit 451 se encuentra cargada de simbología. Además de la quema de libros, que representa la censura, Bradbury quiso enfatizar el peligro que conlleva el uso de los medios técnicos de comunicación. Su excesivo consumo (la mujer de Montag parece obsesionada con la televisión) no solo puede llegar a destruir el interés por la literatura, sino que a través de ellos se puede ofrecer informaciones sesgadas, parciales y fuera de contexto.

Estamos en un momento de incertidumbre. No sabemos si ese futuro que Ray Bradbury inventó pueda convertirse en realidad. Hasta que llegue ese momento, no nos queda otra que seguir leyendo. No paremos nunca de leer porque leyendo pensamos.

Libros relacionados

Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932)

1984 (George Orwell, 1949)

Mercaderes del espacio (Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth, 1953)

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Philip K. Dick, 1968)

The children of men (P. D. James, 1992)

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El partido contra Italia

Tengo que confesaros que soy muy malo recordando hechos pasados, pero aquella fecha y aquel lugar nunca se borraron de mi memoria. Estadio Foxboro de Boston. 9 de julio de 1994. Quédense con estos datos porque la historia de un país cambió en ese momento.

España se había clasificado para los cuartos de final del Mundial de Estados Unidos jugando bien y sin demasiados apuros. Comenzó la fase de grupos con un empate a dos ante la desconocida Corea del Sur. A falta de cinco minutos para el final del encuentro, el combinado nacional ganaba 2-0, pero los nervios propios del primer partido y el cansancio hicieron que los coreanos consiguieran igualar el resultado.

En el segundo partido esperaba la favorita del grupo, Alemania. Goicoetxea conseguía adelantar a los nuestros en el minuto 14 gracias a un centro-chut que se colaba dentro de la portería sin que pudiera hacer nada el guardameta germano Bodo Illgner, pero un gol de Jurgen Klinsmann ponía el 1-1 definitivo.

Ante la Bolivia dirigida por el español Xabier Azkargorta, España tenía que ganar para asegurarse la clasificación para octavos y lo hizo con solvencia. El 3-1 final da fe de ello.

El primer rival en los cruces era Suiza. Venía de ser segunda en el grupo A gracias a su empate ante los anfitriones y su abultada victoria por 1-4 ante la Rumanía liderada por el gran Gica Hagi. El partido ante los helvéticos fue más fácil de lo que a priori se pensaba. Al cuarto de hora la selección ya dominaba en el marcador con un gol de Fernando Hierro. Un tanto de Luis Enrique mediado el segundo tiempo y otro de penalti de Andoni Goicoetxea a falta de cuatro minutos para el final certificaban el triunfo español por 3-0.

Así llegó el ansiado día. Recuerdo que aquella mañana hacía mucho calor. Podrían rondar los 30º, pero la sensación térmica era mayor. No era precisamente la temperatura ideal para jugar al fútbol y, mucho menos, para luchar contra la todopoderosa Italia por un puesto en la semifinales. Era el momento. Por fin tenía que haber «vendetta».

Eran las 12:00 de la mañana (hora local) de 9 de julio de 1994. 53.400 almas abarrotaban las gradas del Foxboro Stadium de Boston. 40 millones de españoles ansiaban frente a sus televisores el comienzo del encuentro.

España era la encargada de realizar el saque inicial. Tres minutos después, Abelardo era amonestado con tarjeta amarilla por una dura entrada a Roberto Baggio. Empezamos mal.

Aunque dominaba la posesión del balón, la selección no se encontraba cómoda con el juego de los italianos, demasiadas interrupciones. En el minuto 25, Dino Baggio rompía el empate inicial con un zapatazo al borde del área que sorprendía a «Zubi». Llegaban los problemas para los españoles. Empezaba a repetirse la historia. Muy pocos equipos habían remontado un resultado adverso a los italianos en una eliminatoria mundialista. Se llegaba al descanso con un gol de desventaja.

En la segunda parte, los españoles comenzaron a desplegar su fútbol, ese que habían demostrado en anteriores partidos. Aumentaron la intensidad, lo que propició el tanto de Caminero en el 58′. Un gran gol que ponía las tablas en el marcador. Quedaba mucho tiempo por delante. España se veía superior, pero Italia siempre es Italia.

Llegó una jugada clave. Corría el minuto 83 de partido cuando un pase de Miguel Ángel Nadal a la espalda de la defensa rival deja a Julio Salinas solo ante el portero. El delantero vasco aguantó la salida de Pagliuca, esperó lo que pareció una eternidad a todos los que estábamos frente al televisor y chuto abajo. El guardameta le adivinó las intenciones y sacó aquel remate con el pie izquierdo. Era inexplicable aquel fallo. España perdía una ocasión de oro.

A falta de tres minutos para el final, el genial Roberto Baggio recogió un pase de su compañero Signori, dribló a Zubizarreta y disparó a puerta. Los italianos ya celebraban el gol. Iba a marcar, pero en el último momento apareció «El pitu» Abelardo para despejar «in extremis» aquel balón que se colaba dentro de la portería. Enmudeció el estadio. Un centímetro menos y la gloria se hubiera convertido en fracaso. La suerte estaba con España.

Con la prórroga a la vista, llegó la jugada del partido y quizá del mundial. Goicoetxea centró desde la derecha y cuando Luis Enrique se disponía a rematar Mauro Tassotti le golpea en la cara y le fractura la nariz. El árbitro húngaro pitó penalti. Era complicado de señalar por las circunstancias, pero al bueno de Sandor Puhl no le tembló la mano, o mejor dicho, el silbato.

Con toda la emoción del momento ya no recuerdo bien quién marcó ese penalti, ni me importa. Lo importante es que España estaba en semifinales y que le esperaba Bulgaria, un equipo que había hecho un buen papel en el mundial, pero que era inferior a la selección.

El rival en la gran final fue la Brasil de Romario, Bebeto, Dunga, Taffarel, Mauro Silva y Mazinho. Un equipo temible al que se le podía ganar si se disputaba todo el encuentro al 101% y se tenía además un poco fortuna.

España saldría campeona de aquel torneo. Miles de personas salieron a las calles a festejar un triunfo anhelado desde hacía mucho tiempo. Años atrás, el país había sufrido una fuerte crisis económica y necesitaba una alegría colectiva. Aquella selección pasaría a la historia de España por ser la primera y única en ganar el mundial de fútbol. Los Zubizarreta, Hierro, Nadal, Abelardo, Ferrer, Sergi, Alkorta, Caminero, Bakero, Goicoetxea, Luis Enrique y Julio Salinas serían recordados a lo largo de los años por ser los integrantes de la mejor selección española de todos los tiempos. Su estilo de juego sería elevado a los altares del fútbol. Todos los clubes querrían jugar como la España del 94.

Pero si hubo una persona en la que se centraron todos los halagos y alabanzas esa fue Javier Clemente. Ese mismo año sería nombrado marqués de Clemente por el Rey. Durante las temporadas siguientes le lloverían grandes ofertas y entrenaría a los mejores clubes del viejo continente cosechando numerosos títulos. Instauraría un modelo de juego en toda Europa. Acapararía todas las portadas de los grandes diarios deportivos del país. Las televisión emitirían continuamente imágenes suyas hasta la saciedad. Ya sin él en el banquillo, la selección española no volvería a ganar ningún gran torneo. Fracaso tras fracaso.

Hasta el día de hoy no he vuelto a ver como campeona a mi selección. Sigo pensando qué hubiera pasado si Roberto Baggio hubiera metido aquel gol y el árbitro húngaro no hubiera señalado el penalti. Aquel partido ante Italia cambió la historia. Creo que el fútbol, como la vida, es azar. Puro azar.

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Del amor al odio

Para que una novela sea considerada una gran novela no es necesario que ésta sea por su peso más apta para hacer ejercicio físico que para ser leída o que se incluya dentro de una saga sobre mundos imaginarios donde todos se enamoran (por cierto, muy de actualidad). Al contrario, hay un dicho que he escuchado en muchas ocasiones y que lo resume perfectamente: los grandes perfumes se guardan en frascos pequeños.  Un claro ejemplo de esto es El túnel, de Ernesto Sabato. El escritor argentino consigue en apenas 150 páginas crear de forma magistral uno de los grandes clásicos de la literatura que nadie debería dejar de disfrutar alguna vez en la vida.

Con una escritura fluida y ágil Ernesto Sabato radiografía el mundo interior de Juan Pablo Castel, un reputado pintor con tendencia al pesimismo que vive atormentado y obsesionado por una mujer. Durante la inauguración de una de sus exposiciones el artista se enamora de María Iribarne por un ínfimo detalle: centra su atención en un cuadro que pasa desapercibido para el resto. A partir de ese momento no parará hasta conseguir el amor de la única persona que le ha comprendido.

En El túnel descubrimos que la complejidad del ser humano, protagonizada por el habitual negativismo, la ira y la obsesión por analizar de forma minuciosa todo lo que sucede, crea en éste un estado de ansiedad que no deja vivir en armonía y, sobre todo, feliz.

El inicio recuerda a otra gran obra sudamericana. «Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona». Es fácil que esta frase evoque al comienzo de Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez.

El gran Sabato nos revela una vez más un axioma que hemos escuchado en infinidad de ocasiones: del amor al odio hay un paso. No por ser repetida muchas veces pierde su valor. Esperemos que ninguno de nosotros tenga que dar ese último paso.

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Violencia versus violencia

Pequeños drugos, resulta difícil escribir a estas alturas algo novedoso sobre La naranja mecánica. Tan solo hace falta hacer un clic en algún motor de búsqueda de internet para que aparezcan en pantalla innumerables páginas que hablan sobre ella. Aunque pensándolo bien, ¡oh hermanos míos! también es cierto que muchos de vosotros la conocéis a través de la película de Stanley Kubrick, pero no habéis tenido la ocasión o las ganas de leer la versión escrita.

La naranja mecánica supone una ruptura de la conciencia colectiva e invita a reflexionar sobre la libertad que tiene el ser humano para decidir entre el bien y el mal. El escritor británico Anthony Burgess critica la realidad violenta de una sociedad falta de ética y moral a través de Álex, un joven que junto a tres amigos, o drugos, disfruta con la crueldad y la destrucción. Tras violar a una mujer de un famoso escritor, nuestro protagonista es detenido y llevado a un centro de rehabilitación. Allí será partícipe de un novedoso método de reinserción social.

Los primeros capítulos se leen con dificultad por el tipo de lenguaje que utilizan los protagonistas. No os preocupéis mis estimados chelovecos porque para facilitar la lectura de la historia el libro contiene un diccionario que, poco a poco, iréis utilizando con menor frecuencia, ya lo veréis. La jerga utilizada por Álex y sus secuaces es el nadsat, una versión rusificada del inglés que fue concebida, según su autor, para amortiguar la cruda respuesta que se espera de la pornografía.

La novela de Burgess siempre ha estado acompañada de cierta polémica. Al margen del argumento, tachado de fomentar la violencia, su publicación en Estados Unidos conllevó una fuerte crítica por parte del autor, que acusó a sus editores en Nueva York de sacarla a la venta eliminando el último capítulo, y por tanto, modificando de manera sustancial el final de la historia. Posteriormente, se decidió publicarla en el resto del mundo incluyendo ese capítulo 21. Así que hay dos versiones, la estadounidense y la mundial. El público es el que decide cuál es la mejor. Yo, por ahora, me reservo mi opinión.

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